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Hay que remover la tierra para sembrar la semilla

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Para sembrar la semilla, primero hay que remover la tierra. Para sembrar nuevos conocimientos, primero hay que remover los conocimientos y las creencias que traen consigo las personas. Sacar a la luz y hacer consciente tanto el saber como la ignorancia. Descartar lo falso, lo anticuado, lo inútil, y hacer espacio para lo nuevo y lo útil. Desaprender, aprender y re-aprender, en terminologías contemporáneas.

Lo que todo agricultor sabe y hace al momento de sembrar, la humanidad pasa por alto al momento de educar. No hay tiempo para remover la tierra, no se sabe cómo hacerlo ni para qué.

El niño que entra a la escuela es considerado pozo a llenar de letras, números, fechas, nombres, reglas, verdades. El primer día de clases inicia la tarea de relleno. ¿A quién le interesa indagar lo que ese niño sabe y lo que quiere saber? Lo que cuenta es lo que el profesor sabe (o cree que sabe) y lo que el sistema escolar considera que los alumnos deben aprender. 

Lo cierto es que esos niños y niñas confiados a la escuela “para aprender” llegan con un cúmulo de saberes y experiencias laboriosamente construidos en la primera infancia, en los años fundantes y más importantes en el desarrollo de toda persona.

El niño que estrena escuela no sabe leer ni escribir pero habla y se comunica fluidamente en su lengua, ha reflexionado sobre ella y tiene ideas claras acerca de qué son y para qué sirven la lectura y la escritura. Tal vez no sabe hacer cuentas sobre un papel, pero ya es amigo de los números y ha aprendido a hacer cuentas mentalmente, a su manera. No ha oído de la Geografía, la Historia, la Física, la Biología, la Filosofía o la Cívica, pero sabe algo de todo eso y sabe mucho más acerca de la vida y las relaciones humanas que lo que cualquier adulto se permite sospechar. Para enseñar a un niño, hay que remover la tierra para encontrar las raíces del juego, la curiosidad, el movimiento, la alegría, los temores, la ternura y la sabiduría infantiles.

Al adulto que agarra coraje para alfabetizarse se lo trata como si fuese ignorante o como si fuese un niño (lo que, para muchos, es la misma cosa). La propia noción de analfabetismo suele asociarse a ignorancia, ceguera, y hasta estupidez y discapacidad. Muchos materiales de alfabetización y educación básica de adultos son a menudo una ofensa a la inteligencia humana, versión adulta del “Mi mamá me mima” o del “Lola lame a la mula” con que se ofende, a su vez, la inteligencia infantil. Enseñar a personas adultas implica aceptar que, aún aquellas que no han aprendido a leer y escribir, son personas cabales, con criterio, conocimientos, talentos, valores, habilidades, intereses, preferencias, como cualquier otra persona. Para enseñar a una persona adulta, hay que remover la tierra y permitir que aflore su historia de vida, sus temores y sus hazañas, sus seguridades e inseguridades, aquello que sabe, cree, valora, respeta, quiere, sueña.

A quien se forma para la enseñanza no se le pregunta qué sabe antes de empezar a enseñarle. Tanto en la preparación inicial como en servicio, en cursos y en talleres, el capacitador y el especialista asumen como misión instruir al docente, ponerle al día con autores, disciplinas, métodos, tecnologías, llevarle hacia lo que debe saber y hacer según estándares fijados por alguna autoridad superior. Si la formación docente incluyera compartir y analizar la experiencia de los docentes cuando niños, sus recuerdos familiares, su trayectoria escolar, podrían desentrañarse elementos importantísimos para orientar su futuro desempeño como docentes, y un acercamiento más fácil y empático con sus alumnos.

Informar, orientar, actualizar, perfeccionar, modificar y hasta reciclar son verbos usados en el mundo de la formación y la capacitación docentes, mucho más que intercambiar, compartir, indagar, investigar, reflexionar, analizar, sistematizar.

Para enseñar a los educadores hay que remover la tierra para, junto con ellos, identificar sus motivaciones y temores, sus saberes y sus ignorancias, sus certezas e inseguridades, sus preguntas vitales.

La educación, mañosamente, se acostumbró a mirarse en el espejo de quien enseña, no de quien aprende; a colocarse en la perspectiva de lo que debe ser antes que de lo que es; a definirse por el punto de llegada (el nuevo conocimiento) negando el imprescindible punto de partida (la persona que aprende, lo que sabe y lo que quiere aprender).

Para que la enseñanza se convierta en aprendizaje, es necesario remover la tierra, penetrar en los saberes, los talentos, las motivaciones, los afectos, las dudas, los temores de quienes aprenden. Quien siembra sin remover la tierra, esparce semillas sobre la superficie, sin esperanza de que echen raíces, crezcan y florezcan.

* Versión editada del artículo publicado en 2011 en el suplemento Familia del diario El Comercio de Quito.

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