Rosa María Torres
Aprendí a leer y escribir cuando tenía cinco años y eso me marcó la vida, la familiar, la profesional, la de todos los días. Ahora viene la investigación a explicar con razones científicas algo que he sabido siempre.
No aprendí en un pre-escolar o con maestra. Aprendí con mi papá. En casa y con cariño. No me pregunten qué 'método' usó o cómo lo hizo. Recuerdo que me sentaba en sus piernas, en su oficina, en cualquier lugar de la casa, en el jardín; me leía en voz alta y me hacía que le leyera en voz alta, me contaba cuentos y me pedía que se los contara, jugábamos juegos que incluian letras o números, me rodeaba de rompecabezas, de libros, cuadernos, libretas, hojas en blanco, lápices de colores, borradores, sacapuntas, crayones, pizarras. Todo un kit de diversión, magia y alquimia. Podía usar y combinar todo eso como se me antojara: para dibujar, colorear, pintar, leer, escribir, recortar, hacer aviones, cometas y guirnaldas, colgar carteles en los árboles de mango, pegarlos en paredes, puertas y ventanas. Ese era para mí uno de los momentos más preciados del día. Era como jugar. Era jugar.
Fui una niña privilegiada que, a diferencia de la espeluznante mayoría de niños en el mundo, no vivió la lectura y la escritura como imposición o como tortura. Soy hija de una exitosísima y extraordinaria experiencia de homeschooling inicial. Total libertad, mucha improvisación, cero reverencia.
Mi papá era un hombre de negocios, un trabajador básicamente autodidacta, de origen humilde y con poca escolaridad, que empezó desde abajo y llegó lejos. Se levantaba muy temprano, se vestía de blanco entero y con sombrero; leía mucho, disfrutaba la lectura y cultivaba la caligrafía como un arte. Un papá mayor - podría haber sido mi abuelo - que decidió enseñar a su hija a leer y escribir. Me habría gustado preguntarle por qué y cómo lo hizo, pero no tuve oportunidad. Murió cuando yo tenía 12 años. Así me salió esta dedicatoria en uno de mis primeros libros, El nombre de Ramona Cuji, un relato hilvanado de visitas a centros de alfabetización de adultos:
"A la memoria de mi padre
quien me enseñó a leer y escribir
para que un día yo enseñara a otros
y le escribiera esta larga carta".
Cuando entré a primer grado en el Colegio Alemán de Quito, yo no solo sabía leer y escribir sino que leía y escribía. Lo que me daba gana de escribir. Lo que encontraba para leer. Las revistas y los libros que me compraba semanalmente mi mamá y que conservo en mi biblioteca. La enciclopedia de tapa roja que me regaló mi papá y que también conservo. Las cartas que empecé a escribirle cuando él y mi mamá se separaron y las que me escribía él, con su letra pulcra y su redacción esmerada.
Mientras mis compañeros hacían garabatos y coreaban sílabas, yo me sentía fuera de lugar. Y así habría sido el resto del año - y habría aprendido ahí mismo a odiar la escuela - de no ser porque mi profesora decidió tomarse el asunto a pecho y diseñarme un programa a medida: pequeñas redacciones, lectura de cuentos, excursiones a la biblioteca, tiempo libre para hacer muchas cosas.
Al final del primer grado el colegio me premió con un hermoso libro de fotos de Alemania, con tapa dura y fotos a todo color, separadas con papel de cera, que decía en la primera página: "Por su absoluta superioridad frente a sus demás compañeros". Conservo aquel libro como la reliquia que era para mi mamá. Ella lo mostraba orgullosa, por años, a cuanto amigo, pariente o visitante asomaba por nuestra casa en Quito.
Soy pues testimonio vivo de que aprender a leer y escribir a temprana edad es quizás el mejor predictor de éxito escolar y un gran disparador de habilidades cognitivas como el razonamiento, la reflexión, el espíritu crítico, la creatividad, la imaginación, la fantasía. Tengo claro que esa mentada "superioridad" no tenía que ver con la inteligencia sino con las alas que crecen en el roce íntimo con la lengua escrita, con las palabras y con las ideas que ellas transmiten y suscitan.
No obstante, soy muy cauta al relatar mi historia personal y plantearla como una ruta a seguir. En conferencias o en consultas, cuando me preguntan si los niños deben iniciarse en la lectura y la escritura antes de entrar a la escuela, necesito tiempo y mucho tino para explicar. Porque tengo clara la complejidad de esa iniciación en el hogar, en el barrio, en la escuela, en la biblioteca.
No todo papá o mamá, no toda persona adulta, puede hacer lo que hizo mi papá. No todo niño o niña se engancha fácilmente, como me enganché yo, con la lectura y la escritura. No toda escuela o maestro están dispuestos o habilitados para hacerse cargo de la diversidad y para atender a itinerarios individuales de los alumnos. Lo cierto es que, en la infancia y a cualquier edad, hacen falta ciertas condiciones subjetivas y objetivas para que florezca y se desarrolle la necesidad vital de leer y escribir.
He visto, a través de mi propios hijos, de mi nieta y de cientos de niños, la torpeza alfabetizadora de una escuela que a menudo violenta la infancia, abruma a los niños con tareas y obligaciones, y termina enseñándoles en poco tiempo a odiar la lectura y la escritura antes que a apreciarlas.
Si me preguntan, a partir de mi experiencia infantil, digo: la lectura y la escritura son mundos maravillosos que todo niño y niña deben tener derecho a aprovechar y disfrutar desde la primera infancia. Si me preguntan como mamá, digo: ofrezcan a sus hijos situaciones, actos y materiales de lectura y escritura, de dibujo, de pintura, y dejen que ellos solos vayan descubriendo las posibilidades. Como pedagoga, digo: huyan de pre-escolares y escuelas apurados, obsesionados con escolarizar a ritmos forzados; prefieran siempre a los que valoran y alientan el juego y respetan los ritmos de los niños.
Para quienes se quedan en los titulares y sacan conclusiones a partir de ellos, recalco: la mejor estrategia para ayudar a los niños a leer y escribir es no forzar, no apresurar, ofrecerles las condiciones para que sean ellos quienes decidan qué, cuándo y cómo. El objetivo no es que los niños aprendan a leer y escribir lo antes posible, sino que aprendan a amar la lectura y la escritura.
Para quienes se quedan en los titulares y sacan conclusiones a partir de ellos, recalco: la mejor estrategia para ayudar a los niños a leer y escribir es no forzar, no apresurar, ofrecerles las condiciones para que sean ellos quienes decidan qué, cuándo y cómo. El objetivo no es que los niños aprendan a leer y escribir lo antes posible, sino que aprendan a amar la lectura y la escritura.
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